La magia de las elecciones





El arte de la magia ha fascinado a todas las personas desde la Antigüedad hasta nuestra época. Más allá del halo de misticismo en que suele mostrarse envuelta, la magia cuenta con un elemento esencial que es el que ha contribuido a alimentar esa fascinación que toda civilización ha compartido a lo largo de nuestra historia: la ilusión.

La ilusión, y por extensión toda práctica de ilusionismo, consiste en la percepción a través de los sentidos de un suceso que contradice las leyes naturales, nuestra experiencia o nuestra propia razón. Es la percepción de algo que no puede ser real, pero que sin embargo estamos viendo con nuestros propios ojos. Durante un espectáculo de magia, ese suceso (o efecto) nos produce una enorme fascinación; en primer lugar por hacernos sentir que lo imposible es posible, que ciertas certezas absolutas con las que vivimos a diario pueden desmoronarse con una facilidad pasmosa, lo que nos permite abrir nuestra imaginación hacia límites que jamás nos hubiéramos planteado antes; y en segundo lugar porque nos activa la curiosidad innata que el ser humano tiene por tratar de comprender aquello a lo que no encuentra explicación posible.

Desde el punto de vista del mago, la ilusión se construye a través de una serie de mecanismos, o trucos, que harán posible el engaño óptico. Sin embargo, aunque esos mecanismos secretos suelen ser el objeto de toda curiosidad despertada por un efecto mágico, en realidad el elemento clave con el que cuenta el ilusionista no es otro que el control de la atención de su público. La magia, en efecto, consiste en conseguir centrar toda la atención allá donde al mago le interesa para impedir que podamos captar el mecanismo que produce el efecto. Pero bueno, os preguntaréis, ¿esto no iba de las elecciones?

Y así es. Esta breve introducción al mundo del ilusionismo nos va a servir para tratar de abordar la cuestión electoral desde una perspectiva algo más amplia de la habitual. Suponemos que a través de las elecciones es cómo podemos participar de la vida política, controlar a nuestros gobernantes, influir en la sociedad, etc, y sin embargo observamos que después de varias décadas de sufragios cada vez hay una mayor desafección política, a los gobernantes no se les puede controlar ni a través de la justicia, y más que influir en la sociedad, ésta literalmente nos aplasta. ¿Por qué entonces las elecciones no están sirviendo a su propósito? A través de la comparación con el mundo de la magia, trataremos de descifrar qué de ilusorio podrían tener las elecciones, qué mecanismos podrían operar en ellas, y qué conclusiones podríamos sacar de todo ello.

Como hemos visto, La magia de las elecciones una ilusión nos presenta un suceso que ocurre de una determinada forma mientras que en el fondo sabemos que la realidad es muy diferente. Atendiendo a esta descripción, pensemos, ¿qué ilusiones podemos encontrar en el electoralismo? Es decir, ¿cuáles son esas maravillosas promesas que nos proporcionan las elecciones aunque sepamos que la realidad después se muestra bien diferente? Veámoslas con detalle.

La ilusión de la pluralidad:

¿Representan las modernas democracias representativas la pluralidad de todo el espectro político? En realidad sólo generan la ilusión de que las diferentes opciones políticas pueden participar, pero están todas condicionadas. Están condicionadas por los requisitos de participación, están condicionadas también por la proporcionalidad matemática (la tramposa Ley d’Hont), y además, una vez establecido el gobierno, sólo la fuerza (sea única o en coalición) que obtenga algo más del 50% de los votos legislará y decidirá por todos, quedando así totalmente fuera de la aportación legislativa el resto de opciones minoritarias.

Aunque quizá sea peor todavía la falta de representatividad sobre la realidad social existente. Por muchos partidos que salieran, nunca habrán los suficientes para representar todos los espectros sociales. De la misma manera, al tratarse de un sistema fundamentado en mayorías, inevitablemente se está desechando toda la pluralidad y toda la capacidad de aportación política y social que podría emanar de la población misma. La realidad es que el sistema electoral nos excluye, nos obliga a tener que optar por la representación de unos programas políticos con los que nunca estaremos al 100% de acuerdo, lo que nos obliga a hacer una buena cantidad de concesiones tan sólo por poder “elegir al menos malo”.

La ilusión de la representación:

Siguiendo al hilo de lo anterior, aún cuando sea elegido un candidato con el que nos sintamos 100% representados (uno bueno de los que se dice que pertenecen al pueblo, que ha sido obrero toda la vida, que ha luchado en la calle, y que conoce nuestros problemas), en el momento de asumir el cargo político, tanto su perspectiva y su posibilidad de representar con fidelidad esa realidad de la que procede se verá alterada por completo. Y no es tanto por aquello que se dice sobre que el poder corrompe. Pues aún suponiendo un candidato incorruptible, desde el momento en que se tiene que enfrentar a un cargo de representación de una mayoría (que no representa a la totalidad de la realidad social que gobierna) dicho cargo le exigirá cumplir con una serie de atenciones a la población, de negociaciones, de presiones y de debates con otros cargos representativos, que lo alejarán irremediablemente de la perspectiva de su anterior vida como obrero, como vecino o como luchador. Su posición habrá dejado de ser la que tenía antes de ser elegido y cualquier decisión que tome ya no será como la persona que era antes, pues ya no llevará la vida del gobernado, ni sentirá tampoco las repercusiones que sus propias decisiones acarreen sobre la población, ni conocerá las necesidades, el día a día, ni lo que se siente siendo obrero o ciudadano bajo su mandato.

Sin embargo, la ilusión de la representación de la mayoría, que a sus propios ojos lo legitima para gobernar sobre todos, le convencerá de que sus decisiones serán siempre las mejores de entre todas las posibles. Y así hará lo posible por acatarlas, aún creyéndose realmente bondadoso, a través de los medios por los que la instituciones se valen para hacer cumplir sus leyes, es decir por la fuerza. Si no las cumples, serás castigado estés o no de acuerdo, y te represente realmente o no el gobernante que hace las leyes.

La ilusión de la participación:

Cuando a través de nuestro voto logramos cambiar unos gobernantes por otros, analizamos si el nuevo candidato será más o menos malo que el anterior, pero no nos paramos a pensar en lo perverso que hay por encima de esos candidatos, en lo perverso del sistema mismo, en lo perverso de las reglas del juego. Y se nos convence de que la única forma que existe de hacer política es votando a unos u otros. Se nos convence de que si no votamos, entonces no podemos hacer política. Y con tales premisas, repetidas una y otra vez hasta el hastío, es como de un plumazo se desvanece de nuestra propia concepción  de la realidad social toda opción alternativa de poder hacer política, cuando hay miles de formas para poder ejercerla, para poder influir en la sociedad, para poder construir sociedad, y para tomar decisiones propias y colectivas…

La ilusión del control ciudadano:

Otra ilusión muy extendida es que a través de nuestro voto podemos controlar a los políticos, pues si no cumplen la voluntad popular, entonces serán castigados en las próximas elecciones. Pero, ¿qué sucede durante esos cuatro años? Los gobernantes hacen y deshacen a placer sin que tengamos la posibilidad de intervenir en sus decisiones, en el dinero que manejan o en sus negociaciones, más allá de protestar y presionar en la calle. Si lo pensamos bien, más que controlarlos, son ellos los que nos controlan a nosotros a diario, a través de sus leyes, de sus medios de comunicación y a través de la acomodación que surge una vez que dichas leyes están instaladas. Incluso si lo pensamos un poco más todavía, el mismo hecho de votar es parte de esa acomodación y aceptación de las pocas reglas de participación política de las que disponemos,  lo que nos impide pensar en otras alternativas de organización social y, como consecuencia lógica, vuelve a suponer un modo más de controlarnos.

La ilusión del voto como derecho:

No es un derecho ejercer una acción que lo que hace es delegar todos tus derechos de participación social y política a otra persona. Más que un derecho es la cesión de tus derechos. Y hagas lo que hagas, votes o no votes, o votes a quien votes, la delegación de nuestros derechos se va a hacer efectiva y pasará a seguir formando parte del control del Estado. Esto convierte al voto justo en lo contrario que un derecho: lo convierte en una coacción.

Otra perspectiva es la que nos recuerda la importancia del voto en base a la cantidad de luchas que supuso conseguir instaurar unas elecciones democráticas. Y más viniendo como venimos de una desgraciada y miserable dictadura. Durante el franquismo también existieron varios referéndums, y eso no convirtió al voto en un derecho ya que pesaban sobre dichos procesos electorales enormes condicionantes. Sin embargo, a lo largo de este artículo, estamos desgranando la existencia también de múltiples condicionantes en los procesos electorales de las democracias representativas. Y son suficientes condicionantes como para hacernos dudar seriamente sobre la consideración del voto como de un derecho.

La ilusión de la igualdad del votante:

Atendiendo a la lógica matemática de las elecciones, los sistemas de reparto de escaños y los porcentajes hacen que no valga lo mismo el voto de una persona que la de otra. Pero el problema es más profundo, pues en una sociedad que es injusta y desigual en muchos otros planos (económico, social, cultural…), el voto mismo se verá siempre condicionado, pues la desigualdad es previa al acto de votar. Para verlo con mayor claridad, podemos recurrir al ejemplo de los trabajadores por cuenta ajena de las grandes empresas que (amparadas por los poderes políticos) dominan el mercado laboral a través de monopolios, oligopolios, o a través del acaparamiento de medios de producción. Como dichos trabajadores mantienen una relación laboral de dependencia, su voto estará siempre fuertemente influenciado por los intereses de esos grandes capitales protegidos, de esos monopolios, terratenientes, etc, que les “aseguran” el trabajo sin el cual no podrían sobrevivir. Y así ocurre con cualquier tipo de relación coactiva o de dependencia. De esta forma, quienes ejercen la mayor parte del poder dominan también el discurso electoral, y por tanto influyen de forma decisiva ya no sólo sobre la orientación del voto si no incluso sobre los contenidos de los que habrán de tratar los distintos partidos políticos que se consoliden. De esta forma es como la desigualdad social existente se acaba transportando al propio acto electoral.

La ilusión del poder del político:

A través de la lógica de las elecciones, tendemos a considerar a los candidatos que resultan del proceso electoral como los nuevos acaparadores del poder. Como si los gobernantes fueran la máxima autoridad y tan sólo de ellos dependiera toda la construcción del orden económico y social. Obviamos a través de tal ilusión la existencia de los lobbys y de las redes clientelares ya extendidas hasta la médula del sistema parlamentario. Quienes ocupen la gobernancia no tendrán más remedio que continuar recibiendo las presiones de esos lobbys, así como también descubrirán que la inmensa mayoría de las leyes están bien ancladas para perpetuar el sistema de dominación y privilegios, que hemos visto anteriormente como generador de desigualdades, lo cual le obliga al nuevo gobernante a participar sí o sí de ese clientelismo ya instaurado. Tan sólo en las parcelas que no interesen a los grandes capitales ni a los grupos de presión será en donde el gobernante podrá tener cierta libertad de legislación.

La ilusión del ciudadanismo:

Esta ilusión trata sobre cómo las elecciones democráticas indirectas alteran nuestra propia subjetividad, nuestra percepción de nosotros mismos. A través de los distintos discursos acerca de las bondades del voto, del derecho consagrado que supone y de la más alta capacidad de participación que nos permite (aunque ya hemos visto que no se trata más que de meras ilusiones) se inserta la participación electoral dentro de la idea de lo que supone ser un buen ciudadano. Trabaja duro, no protestes, paga los impuestos, sigue la corriente, no cuestiones el funcionamiento de las cosas… ¡y vota! Este concepto instalado en el imaginario colectivo de lo que supone ser un buen ciudadano, y que no es más que la suma de comportamientos que colaboran con la continuación del orden impuesto, no sólo condicionan la imagen que tenemos de nosotros mismos o nuestros actos, si no que además genera la ilusión de que la democracia representativa, la delegación, la obediencia y la dejadez son inherentes al ser humano. Por tanto, refuerza la ilusión de que el voto es un noble y grandísimo valor humano, y una de las máximas aspiraciones que podemos alcanzar. Y, aunque es cierto que quizá sea preferible a otras formas de organización social anteriores, considerar la democracia representativa como la más sublime de las posibilidades nos impide pensar en otras opciones, en otras formas de organización, que podrían ofrecer solución a los problemas inherentes al actual sistema y que tanto sufrimiento están causando a la población en este tiempo. Pensar que los Estados Modernos y sus democracias representativas no acabarán nunca por hundirse y que nunca serán sustituidas por otras formas de organización política, al igual que ha pasado históricamente con anteriores civilizaciones, es una somera ingenuidad.


¿Y todo esto por qué? Volviendo al principio, como en todo espectáculo de magia, detrás de cada ilusión vislumbramos las distintas formas empleadas para desviar nuestra atención con el objeto de ocultar los distintos trucos y mecanismos que utiliza el ilusionista. Las elecciones no suponen más que una ilusión que, a poco que profundicemos sobre ella como acabamos de hacer, no resulta ser tal y como se nos muestra. ¿Por qué entonces cala en la población con tanta ceguera, hasta el punto de hacerle creer que tan sólo a través del voto está pudiendo ejercer una plena participación democrática? Aquí es donde interviene la habilidad y la capacidad del ilusionista, consiguiendo desviar nuestra atención hacia cuestiones como la ley d’hont, las circunscripciones, los distintos programas políticos, las coaliciones, la importancia de votar, el peligro de no participar… obligándonos a pensar que el secreto de la magia de las elecciones, de esa fascinación que nos invade cada cuatro años, está en esas cuestiones superficiales, y evitando habilidosamente que caigamos en la cuenta o que pensemos en los mecanismos con los que funciona realmente este sistema.




Más allá del efectista truco de magia que suponen las elecciones, más allá de lo que podáis disfrutar o sufrir participando o absteniéndose, no deberíamos olvidar nunca que las opciones y posibilidades de participación política, social y económica son muchas más. Que si queremos podemos intervenir de muchas otras maneras. Y que no todo depende de un día, ni de unas elecciones, ni de una acción concreta. Que nuestras posibilidades de aportación se suceden cada día, los 365 días del año, los 1460 días que conforman los cuatro años de cada legislatura, y no sólo un mísero día. Ahí es donde reside la verdadera participación, el genuino control del ciudadano, el legítimo ejercicio de nuestros derechos, nuestra lucha por la igualdad, y la auténtica construcción de nuestra sociedad, de nuestra forma de relacionarnos, de ayudarnos, de cooperar y de crecer juntos.

¿Y por qué íbamos a tomarnos tantas molestias si solamente votando ya se ocupan otros por nosotros?

Pues porque cuando alguien tiene hambre, no es lo mismo crear la ilusión de un frugal banquete que después se desvanece, que elaborar con nuestro propio esfuerzo un plato de comida sabiendo que finalmente acabará en nuestra boca.