Playa infinita

Playa infinita
No sabes por qué has terminado aquí, en el escenario dominical del mar, la enorme asignatura, el dolor de cabeza del cielo, doblado en pliegues, clandestino en esas matemáticas de idas y regresos que ya no puedes traducir… En otro tiempo —no demasiado lejano: aún tienes la quemadura del recuerdo en la piel— el mar salpicaba a los perritos de las parejas deportivas. El mar en domingo era correcto, nada brusco, incluso tímido: permitía el abrazo y la convención de una merienda de clase media, moldeaba la alegría como si la alegría fuese una patria dócil. El mar te admitía y, pese a las trampas mecánicas que empezaban cada lunes, allí estabas, frente al mar, alumbrado por sirenas y naufragios, fronteras imaginadas y futuro… ¿Cómo has terminado así, intentado traducir el idioma descosido de los ahogados? ¿Quién es culpable de que tengas ahora tanto miedo al mar como al blanco de los quirófanos? Desde la cóncava región de musgo de la única roca que te sostiene, no eres capaz de responder. Estás anulado en la contemplación de un jeroglífico mandado a construir por un dios necio y sus sicarios. Eres una persona instruida, un hijo de los tiempos, el orgullo de mamá, ¿qué puedes sacar en claro de esta soledad casi aeroportuaria, lejos de los lápices, el horizonte y la voluntad? Mientras el agua asciende hacia tus pantorrillas, arruinando las deportivas y despertando algún sentido que considerabas aletargado, despliegas la imagen cierta de un mundo de infinitos arenales, extendido como una sábana santa en torno a los territorios de la miseria y la soledad. En cada arenal aguarda una persona como tú, habitante de un cuadro inexplicable trazado por un pintor demente. Tienes el derecho a pensar que cada uno de vosotros es una proyección del anterior y un esbozo del siguiente, que la repetición no conlleva unanimidad pero determina una simbiosis, leve pero suficiente para que haya al menos un afán común al que no merece la pena asignar un nombre, porque donde uno dirá justicia, otro escribirá respeto, un tercero rebelión y todos diréis lo mismo, las palabras que fundarán la hermandad de los varados, el sindicato de los lobos que acechan en los pliegues de las playas, las palabras que traerán de vuelta el verano, las meriendas y los lápices… En cada playa, desde el primer lobo hasta el que aún está naciendo, el aullido ha de ser el mismo: “¡No somos de arena!”.
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No sabes por qué has terminado aquí, en el escenario dominical del mar, la enorme asignatura, el dolor de cabeza del cielo, doblado en pliegues, clandestino en esas matemáticas de idas y regresos que ya no puedes traducir… En otro tiempo —no demasiado lejano: aún tienes la quemadura del recuerdo en la piel— el mar salpicaba a los perritos de las parejas deportivas. El mar en domingo era correcto, nada brusco, incluso tímido: permitía el abrazo y la convención de una merienda de clase media, moldeaba la alegría como si la alegría fuese una patria dócil. El mar te admitía y, pese a las trampas mecánicas que empezaban cada lunes, allí estabas, frente al mar, alumbrado por sirenas y naufragios, fronteras imaginadas y futuro… ¿Cómo has terminado así, intentado traducir el idioma descosido de los ahogados? ¿Quién es culpable de que tengas ahora tanto miedo al mar como al blanco de los quirófanos? Desde la cóncava región de musgo de la única roca que te sostiene, no eres capaz de responder. Estás anulado en la contemplación de un jeroglífico mandado a construir por un dios necio y sus sicarios. Eres una persona instruida, un hijo de los tiempos, el orgullo de mamá, ¿qué puedes sacar en claro de esta soledad casi aeroportuaria, lejos de los lápices, el horizonte y la voluntad? Mientras el agua asciende hacia tus pantorrillas, arruinando las deportivas y despertando algún sentido que considerabas aletargado, despliegas la imagen cierta de un mundo de infinitos arenales, extendido como una sábana santa en torno a los territorios de la miseria y la soledad. En cada arenal aguarda una persona como tú, habitante de un cuadro inexplicable trazado por un pintor demente. Tienes el derecho a pensar que cada uno de vosotros es una proyección del anterior y un esbozo del siguiente, que la repetición no conlleva unanimidad pero determina una simbiosis, leve pero suficiente para que haya al menos un afán común al que no merece la pena asignar un nombre, porque donde uno dirá justicia, otro escribirá respeto, un tercero rebelión y todos diréis lo mismo, las palabras que fundarán la hermandad de los varados, el sindicato de los lobos que acechan en los pliegues de las playas, las palabras que traerán de vuelta el verano, las meriendas y los lápices… En cada playa, desde el primer lobo hasta el que aún está naciendo, el aullido ha de ser el mismo: “¡No somos de arena!”.

 José Ángel González