Los partidos son los condones de la libertad




Con esta clara y rotunda expresión se definían a los partidos en el mayo del 68 francés. Pero hoy después de más de 40 años me pregunto si los partidos son necesarios o debieran suprimirse, y para ello, retomo el contenido de parte de las notas que sobre la supresión general de los partidos políticos escribió la controvertida Simone Weil a principios de 1943, y así, discurriendo sobre sus características esenciales escribía:

“Un partido político es una máquina de fabricar pasión colectiva. Un partido político es una organización construida de tal modo que ejerce una presión colectiva sobre el pensamiento de cada uno de los seres humanos que son sus miembros. La única finalidad de todo partido político es su propio crecimiento, y eso, sin límite. Debido a este triple carácter, todo partido político es totalitario en germen y en aspiración. La finalidad de un partido político es algo vago e irreal. Si fuera real, exigiría un esfuerzo muy grande de atención, pues una concepción del bien público no es algo fácil de pensar. La existencia del partido es palpable, evidente, y no exige ningún esfuerzo para ser reconocida. Así, es inevitable que de hecho sea el partido para sí mismo su propia finalidad. Los partidos son organismos públicos, oficialmente constituidos de manera que matan en las almas el sentido de la verdad y de la justicia. Se ejerce la presión colectiva sobre el gran público mediante la propaganda. La finalidad confesada de la propaganda es persuadir y no comunicar luz. Hitler vio perfectamente que la propaganda es siempre un intento de someter a los espíritus. Todos los partidos hacen propaganda. El que no la hiciera desaparecería por el hecho de que los demás si la hacen. Todos confiesan que hacen propaganda. Nadie es tan audaz en la mentira como para afirmar que se propone la educación del público, que forma el juicio del pueblo. Los partidos hablan, cierto es, de educación de los que se les ha acercado, simpatizantes, jóvenes, nuevos adherentes. Esa palabra es una mentira. Se trata de un adiestramiento para preparar la influencia mucho más severa que el partido ejerce sobre el pensamiento de sus miembros. Supongamos que un miembro de un partido —diputado, candidato a diputado, o simplemente militante— adquiera en público el siguiente compromiso: «Cada vez que examine cualquier problema político o social, me comprometo a olvidar absolutamente el hecho de que soy miembro de tal grupo y a preocuparme exclusivamente de discernir el bien público y la justicia.» Ese lenguaje sería muy mal acogido. Los suyos, e incluso muchos otros, lo acusarían de traición. Los menos hostiles dirían: «Entonces, ¿para qué se ha afiliado a un partido?», confesando de esta manera ingenua que, cuando se entra en un partido, se renuncia a buscar únicamente el bien público y la justicia. Ese hombre sería excluido de su partido, o por lo menos perdería la investidura; seguramente no sería elegido. Si un hombre, miembro de un partido, está absolutamente decidido a ser fiel, en todos sus pensamientos, tan solo a la luz interior y a nada más, no puede dar a conocer esa resolución a su partido. Entonces se encuentra respecto del partido en estado de mentira. Es una situación que solo puede ser aceptada a causa de la necesidad, que obliga a estar en un partido para tomar parte eficazmente en los asuntos públicos. Pero entonces esa necesidad es un mal y hay que ponerle fin suprimiendo los partidos. Un hombre que no ha adoptado la resolución de fidelidad exclusiva a la luz interior instala la mentira en el centro mismo del alma. Las tinieblas interiores son su castigo. Sería un intento vano salir de esa situación mediante la distinción entre libertad interior y disciplina exterior. Pues hay que mentir entonces al público, hacia el que todo candidato, todo elegido, tiene una obligación particular de verdad. Si me planteo decir, en nombre de mi partido, cosas que estimo contrarias a la verdad y a la justicia, ¿voy a indicarlo en una advertencia previa? Si no lo hago, miento.

De esas tres formas de mentira —al partido, al público, a uno mismo— la primera es con mucho la menos mala. Pero si la pertenencia a un partido obliga siempre y en todos los casos a la mentira, la existencia de los partidos es absolutamente, incondicionalmente, un mal. Es imposible examinar los problemas increíblemente complejos de la vida pública estando atento a la vez, por un lado, a discernir la verdad, la justicia, el bien público, y por otro, a conservar la actitud que conviene a un miembro de tal grupo. La facultad humana de la atención no es capaz simultáneamente de las dos preocupaciones. De hecho todos se quedan con una y abandonan la otra. Pero ningún sufrimiento le espera a quien abandona la justicia y la verdad. En cambio, el sistema de partidos comporta las penalizaciones más dolorosas por insubordinación. Penalizaciones que alcanzan a casi todo —la carrera, los sentimientos, la amistad, la reputación, la parte exterior del honor, incluso a veces la vida familiar—. El partido comunista ha llevado el sistema hasta la perfección.

Incluso en el que interiormente no cede, la existencia de penalizaciones falsea inevitablemente el discernimiento. Pues si quiere reaccionar contra la influencia del partido, esa voluntad de reacción es ella misma un móvil ajeno a la verdad y del que hay que desconfiar. Pero también la desconfianza; y así con todo. La atención verdadera es un estado tan difícil para el hombre, tan violento, que cualquier turbación personal de la sensibilidad basta para obstaculizarla. Y de ahí la obligación imperiosa de proteger, tanto como sea posible, la facultad de discernimiento que se tiene en sí mismo, contra el tumulto de las esperanzas y de los temores personales. Cuando hay partidos en un país, más tarde o más temprano el resultado es un estado de hecho tal que es imposible intervenir eficazmente en los asuntos públicos sin entrar en un partido y jugar el Juego. Cualquiera que se interese por lo público desea interesarse eficazmente. Por lo que quienes se inclinan por la preocupación hacia el bien público, o renuncian a pensar en ello y se orientan hacia otra cosa, o pasan por el aro de los partidos. En este caso también eso les causa preocupaciones que excluyen la del bien público.

Los partidos son un maravilloso mecanismo en virtud del cual, a lo largo de todo un país, ni un solo espíritu presta su atención al esfuerzo de discernir, en los asuntos públicos, el bien, la justicia, la verdad. El resultado es que —a excepción de un pequeño número de circunstancias fortuitas— solo se deciden y se ejecutan medidas contrarias al bien público, a la justicia, a la verdad. Si se le confiara al diablo la organización de la vida pública, no podría imaginar nada más ingenioso. Si la realidad ha sido un poco menos sombría, es porque los partidos aún no lo habían devorado todo. Ahora bien, de hecho, ¿ha sido un poco menos sombría?, ¿no era exactamente tan sombría como el cuadro esbozado aquí?, ¿no lo han mostrado los acontecimientos?

Hay que admitir que el mecanismo de opresión espiritual y mental propio de los partidos ha sido introducido en la historia por la Iglesia católica en su lucha contra la herejía.

¿Cómo adherirse a afirmaciones que no se conocen? Basta con someterse incondicionalmente a la autoridad de donde emanan. Un hombre que se afilia a un partido seguramente ha percibido, en la acción y la propaganda de ese partido, cosas que le han parecido justas y buenas. Pero jamás ha estudiado la posición del partido respecto a todos los problemas de la vida pública. Al entrar en el partido, acepta posiciones que ignora. De esa manera somete su pensamiento a la autoridad del partido. Cuando, poco a poco, conozca esas posiciones, las admitirá sin examen.

En cuanto a la tercera característica de los partidos, a saber, que son máquinas de fabricar pasión colectiva, está claro que no necesita probarse. La pasión colectiva es la única energía de la que disponen los partidos para la propaganda exterior y para la presión ejercida sobre el alma de cada miembro. Se admite que el espíritu de partido ciega, vuelve sordo a la justicia, empuja incluso a gente honesta al encarnizamiento más cruel contra inocentes. Se admite, pero no se piensa en suprimir los organismos que fabrican tal espíritu.

La conclusión es que la institución de los partidos parece efectivamente constituir un mal más o menos sin mezcla alguna. Son malos en cuanto a su principio, y sus efectos son, en la práctica, malos. La supresión de los partidos sería un bien casi puro. Es eminentemente legítima en principio, y en la práctica solo parece susceptible de efectos buenos.

Es dudoso que se pueda remediar esta lepra que nos mata sin antes suprimir los partidos políticos.”

No se sabe cuando desaparecerán los partidos políticos, pero lo que si se sabe es que la gente viviría mejor sin ellos. Mantener a tanto embustero, ladrón y corrupto, así como a los que les protegen resulta excesivamente caro por lo ineficaz que resulta para el resto de la sociedad donde mucha gente tiene que malvivir para que ellos se enriquezcan cada vez más.

No hay más que ver el espectáculo que están dando todos los partidos políticos, donde hoy sin ir más lejos el presidente de la Generalitat Valenciana Francesc Camps ha amenazado a todos los militantes del PP que no respeten la ley del silencio, es decir, que han convertido en ley no escrita, la sumisión que el militante del partido debe a la jerarquía del mismo, al igual que hace unos días el expresidente de la Generalitat Catalana dijo más o menos que si todos “tirasen de la manta” quedarían todos los políticos al descubierto, como diciendo que hay que callar ya que todos están involucrados en el robo organizado.

Los partidos políticos hoy, solamente son necesarios para que sirvan de titiriteros públicos, de les que realmente toman las decisiones del reparto del pastel, que permanecen en la sombra sin que sus nombres salgan a la luz a no ser que alguien de otra familia se vengue y tire de la manta. Son les de siempre, les que se van sucediendo generación tras generación en la cúpula militar, financiera y eclesial, son les que de la guerra hacen grandes negocios, las guerras son el terrorismo de los ricos, también hacen negocio de la religión y son los beneficiarios de la tradicional explotación económica y social, los causantes del hambre y la injusticia en el mundo.

Son les Borbones, les Botines, les González, les Serra, les Muñoz Grandes, les Pujol, les Aznar, les Maragall, les Fernandez, les Rubalcaba, les Franco, les Klopovich, les Alonso, les Val- dés, les Aguirre, les Solchaga, les Murillo, les Fernandez Ramirez, les Armada, les Milan del Bosch, les Alba. les Ibarra, les Vila d’Abadal, les Millet, les Güell, les Samaranch, les Lacalle, les Vilarasau, les Godó, les Gaspart, les Ferrer Sa- lat, les Mateu, les Dexeus, les Trias de Bes, les Valls, les Carreras, les Maluquer, les Milá, les Lara. les Coll i Alentorn, les Raventós, les Du- rán Farrell, les Garriga, les Gual, les Nadal, les Puig, les Puigvert, les Malvehy, les Porcioles, les March, les Villalonga, les Roca, y así, hasta otres doscientes familias más, son las que de- tentan el poder en esta demodura.

Todavía hay mucha gente que no se ha dado cuenta que a los únicos que les interesa la implantación de los partidos es a las 250 familias citadas, las mismas que cuando les interese una dictadura, o una monarquía absoluta, o una república, la impondrán con la finalidad de perpetuarse en el poder y en su enriquecimiento familiar. Todas estas familias se enriquecieron antes de la república, en y después de la república, en la dictadura y en la demodura (sic).

Los partidos políticos, los jueces, los militares y las fuerzas represivas, son los brazos armados que defienden a todas estas familias, no a nosotros, no al bien común, sino a elles, sus guerras, sus negocios, sus iglesias, sus empresas y sus bancos. A todas estas familias, son, a las que Zapatero y su gobierno (que también son de elles) les ha dado miles y miles de millones de euros, para cubrir sus desfalcos y su robo organizado, cuando hay millones de plebeyos que no llegan a fin de mes, por culpa de estos ladrones, y a les que sociatas y peperos les regalaron el patrimonio público en forma de bienes e inmuebles mediante privatizaciones a bajo precio, para después tener que alquilárselos a precio de oro para realizar las mismas gestiones públicas que hacían con anterioridad desviando cantidades enormes del erario público hacia sus bolsillos.

Han transcurrido 31 años de demodura, sin que cualitativamente nada haya cambiado. Cuantitativamente sí hemos cambiado: se han triplicado el número de cárceles y de preses, cuadruplicado el número de jueces, quintuplicado el número de policías y guardias, sextuplicado el número de cargos políticos y funcionarios, centuplicado las ganancias de los banqueros y empresarios de las familias políticas y el expolio que realizan cada año estos bucaneros asciende a más del 60% del PIB. Se legisla y se condena con un código penal más duro si cabe que el de la propia Inquisición y el TOP, a los inmigrantes, a los que protestan, a los disidentes, a los antisistema, a los que luchan y no se dejan avasallar por los abusos del Estado y del Capital.

A pesar de sus esfuerzos por adormecer a la gente con fútbol, espectáculos y TV basura cada vez el desprestigio político, judicial, militar, financiero y policial, es mayor. Cada vez hay menos votantes, y cada día se hace más urgente la destrucción de este Estado corrupto y tirano que ha dejado de ser un Estado de Derecho para convertirse en la cueva de las 250 familias depredadoras de los sueños, vidas y haciendas de 40 millones de súbditos.

Periódico Anárquico Antisistema